Estaba
en la parada del colectivo. Yo esperaba el 110 que me llevaba hasta Villa
General Mitre.
Era un
domingo, de esos que se prestan para pasear, eran mis primeras recorridas
solitarias por Buenos Aires. Normalmente arrancaba y cuando me cansaba, preguntaba
por algún bondi que me lleve a casa o me acerque al barrio.
Me senté
en el extremo de un banco de esos largos
en los que entran 4 personas sentadas.
En la otra punta, una señora de unos 65 años.
La
miré. Podía ser una buena escucha, podía ser quien me libere de ese peso,
quizás me comprenda, pensé.
Rompí
el hielo con una pregunta que es muy habitual escuchar, pero si nos detenemos
unos pocos segundos a cualquiera que se la plantees, debería responderte con un
rotundo no.
-
Perdón, buenas tardes, la puedo molestar un minuto? Le dije.
Quince
días atrás, desperté a la madrugada llorando desconsoladamente. Sentado en la
cama, con la cabeza entre las rodillas. No podía parar, tomar aire era complicado, porque no tenía las
fuerzas suficientes para llenar los pulmones y aliviarme. Solo caían lágrimas
de mis ojos, mi nariz se hizo eco y desprendía lo suyo.
Me puse
de pie, prendí la luz de la habitación, volví
a la cama y me coloque en la misma
posición. No tenía a quien llamar. Estaba solo. En toda la casa lo único que se
escuchaba era el eco de mi llanto.
Por mas
de una hora, estuve en esa posición, llorando, tomando pequeñas bocanadas de
aire, para continuar con mi desconsuelo.
Las
imágenes no desaparecían. Una y otra
vez, esa secuencia recorría mi cabeza y se trasladaba a mi cuerpo. Mientras
lloraba las sentía recorrer mis piernas. Las movía para sacarlas, desprenderme
de ellas, pero luego subían al corazón y ahí no podía hacer nada, nada, nada!
Cuando
comencé con mi relato la señora me miró un tanto desconcertada. Pero a quién se
lo iba a contar? Una persona de esa edad entendería por qué hacía eso.
Las supersticiones,
carecen de cualquier sustento. De hecho, las desafío. Si en la calle hay una
escalera, paso por abajo, me acerco a los gatos negros, no compro sal hasta que
se vacié por completo el paquete, pongo los zapatos arriba de la mesa y otros
actos mas, como muestra del nulo respeto que tengo hacia ellas.
Estos
comportamientos, demuestran que las
tengo presentes y ante una situación extrema, tenía miedo de que estos dichos
populares, por primera vez en mi vida me demuestren que algo de cierto tienen.
Es una estupidez, si lo sé. Pero sabrán comprender, demasiado en juego, mucho
amor y mucha tragedia, con alguien debía hablar.
Avance con
mi relato y la señora, solo me miraba. Ni un gesto hizo, clavo sus ojos sobre los
míos. En ningún momento interrumpió mi monologo, a pesar de la descripción
trágica y por demás triste. En algún momento lagrimee, no fue intencional, no
quería que ella sienta compasión, solo quería que me escuche, que sirva de
instrumento para evitar un dolor mas grande. Solo eso. El contarlo, no era nada
en comparación con el hecho, nada, se los aseguro. Pero necesitaba a alguien
que entienda de qué le hablaba y no solo eso, sino explicarle por qué se lo
contaba.
La
primeras palabras fueron:
-
Le quiero contar algo, espero no asustarla, simplemente, hago caso un
dicho que escuche cuando era chico.
Quizás usted la haya escuchado también, porque quien me lo dijo es una mujer
que ahora tendrá su edad, mas o menos.
Siempre
supe que era solo un sueño, pero siento tanto amor por
la protagonista de esa porción de
segundo, que preferí quedar como un gil y hacer caso de esa superstición que
arriesgarme a que pase algo y sentirme culpable de por vida. Sería una mochila
imposible de cargar, una pared para cada
paso que intentase dar.
Estaba
solo, fue un año duro, porque recién llegaba a Buenos Aires y mis amigos por
diferentes circunstancias estaban fuera la ciudad.
Las
viejas en el barrio, siempre decían que los sueños cuando son malos hay que
contarlos para eliminar cualquier posibilidad de que se hagan realidad y que los
buenos hay que guardarlos, mantenerlos como tales y aprovechar cuanta
posibilidad surja con el fin de cumplirlo.
Con el
tiempo muchos sueños se desvanecen o se reciclan y de a poco se acomodan a un
deseo. Mantienen la esencia del sueño, pero cuando entran en contacto con la realidad que te rodea, se
redefinen solos. No sé si se merecen, aun, llamarse sueños, pero la cosa es que
en esta nueva significación, se tornan posibles, quizás no en su totalidad,
pero sí mas cercanos.
No
suelo recordar los sueños, soy muy malo para eso. Muchas veces he despertado
por imágenes que se producen en mi cabeza. Luego me duermo y por la mañana ya
no quedan registros de nada. Los borró intencionalmente? Es parte del funcionamiento
de la marola? Qué sé yo? Pero me pasa.
Esta
representación de fantasías fue muy fuerte y dolorosa, tanto que aun hoy la
recuerdo y con algo de gracia incluso, no por ella, sino por mi comportamiento,
evidentemente no estaba en mi mejor momento.
Contarlo rompió cualquier hechizo posible y
han pasado algunos años, los escenarios cambiaron y algunas realidades también,
por lo tanto, ya no hay posibilidad alguna que suceda.
A mitad
del relato, la señora giró la cabeza, miró hace el hipermercado que estaba detrás,
para ver si había alguien cerca, si alguien mas estaba escuchando o hacía donde
podía escapar. Era lógico. Un tipo en una parada de colectivo, así, de la nada,
le cuenta un sueño atroz, una tragedia, derrama litros de sangre en su relato.
Entiendo que haya sentido temor.
El
balance que hice fue el siguiente. La señora se asustaría. Pensaría que estoy
loco, que le quiero afanar, que la voy a matar, y un montón de cosas mas. En
contraste a todo lo que la mujer podía imaginarse, estaba yo con mis
intenciones. Nada malo le iba a pasar a la señora, solo quería contarle aquella
construcción de mi imaginación y si me expresaba su malestar o notaba que se
incomodaba demasiado interrumpiría mi relato. Ante estos factores, entendí que
debía iniciar el dialogo.
Cuando termine
de contarle lo que aquella noche me despertó, le dije que lo hacía porque alguna
vez escuche que si los sueños malos no se cuentan…
La
señora se puso de pie, me miró muy seria, ni siquiera pestañeó, levanto el
brazo para indicarle al colectivo que quería subir, subió. Colocó las monedas
en la maquina parada de costado para no perderme de vista. El chofer cerró las
puertas y arrancó.
Una
señora que no conozco, nunca mas volví a ver y a la que jamás le escuche la
voz, me liberó de una angustia muy grande y sin sentido, pero en definitiva era
mía, existía y me molestaba.
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